terça-feira, 29 de janeiro de 2008

Lá vem o Cortázar de novo

Quero lembrá-los que só tenho acesso a obra dele em espanhol, ou seja, tenha um dicionário em mãos, aos não catelhanófonos ou filos, sinto muito, ou peguem um dicionário...
Instrucciones para entender tres pinturas famosas
El amor sagrado y el amor profano, por TIZIANO Esta detestable pintura representa un velorio a orillas del Jordán. Pocas veces la torpeza de un pintor pudo aludir con más abyección a las esperanzas del mundo en un Mesías que brilla por su ausencia; ausente del cuadro que es el mundo, brilla horriblemente en el obsceno bostezo del sarcófago de mármol, mientras el ángel encargado de proclamar la resurrección de su carne patibularia espera inobjetable que se cumplan los signos. No será necesario explicar que el ángel es la figura desnuda, prostituyéndose en su gordura maravillosa, y que se ha disfrazado de Magdalena, irrisión de irrisiones a la hora en que la verdadera Magdalena avanza por el camino (donde en cambio crece la venenosa blasfemia de dos conejos). El niño que mete la mano en el sarcófago es Lutero, o sea, el diablo. De la figura vestida se ha dicho que representa la Gloria en el momento de anunciar que todas las ambiciones humanas caben en una jofaina; pero está mal pintada y mueve a pensar en un artificio de jazmines o un relámpago de sémola. La dama del unicornio, por RAFAEL Saint-Simon creyó ver en este retrato una confesión herética. El unicornio, el narval, la obscena perla del medallón que pretende ser una pera, y la mirada de Maddalena Strozzi fija terriblemente en un punto donde habría fustigamientos o posturas lascivas: Rafael Sanzio mintió aquí su más terrible verdad. El intenso color verde de la cara del personaje se atribuyó mucho tiempo a la gangrena o al soísticio de primavera. El unicornio, animal fálico, la habría contaminado: en su cuerpo duermen los pecados del mundo. Después se vio que bastaba levantar las falsas capas de pintura puestas por los tres enconados enemigos de Rafael: Carlos Hog, Vincent Grosjean, llamado «Mármol», y Rubens el Viejo. La primera capa era verde, la segunda verde, la tercera blanca. No es difícil atisbar aquí el triple símbolo de la falena letal, que a su cuerpo cadavérico une las alas que la confunden con las hojas de la rosa. Cuántas veces Maddalena Strozzi cortó una rosa blanca y la sintió gemir entre sus dedos, retorcerse y gemir débilmente como una pequeña mandrágora o uno de esos lagartos que cantan como las liras cuando se les muestra un espejo. Y ya era tarde y la falena la habría picado: Rafael lo supo y la sintió morirse. Para pintarla con verdad agregó el unicornio, símbolo de castidad, cordero y narval a la vez, que bebe de la mano de una virgen. Pero pintaba a la falena en su imagen, y este unicornio mata a su dueña, penetra en su seno majestuoso con el cuerno labrado de impudicia, repite la operación de todos los principios. Lo que esta mujer sostiene en sus manos es la copa misteriosa de la que hemos bebido sin saber, la sed que hemos calmado por otras bocas, el vino rojo y lechoso de donde salen las estrellas, los gusanos y las estaciones ferroviarias. Retrato de Enrique VIII de Inglaterra, por HOLBEIN Se ha querido ver en este cuadro una cacería de elefantes, un mapa de Rusia, la constelación de la Lira, el retrato de un papa disfrazado de Enrique VIII, una tormenta en el mar de los Sargazos, o ese pólipo dorado que crece en las latitudes de java y que bajo la influencia del limón estornuda levemente y sucumbe con un pequeño soplido. Cada una de estas interpretaciones es exacta atendiendo a la configuración general de la pintura, tanto si se la mira en el orden en que está colgada como cabeza abajo o de costado. Las diferencias son reductibles a detalles; queda el centro que es ORO, el número SIETE, la OSTRA observable en las partes sombrero-cordón, con la PERLA-cabeza (centro irradiante de las perlas del traje o país central) y el GRITO general absolutamente verde que brota del conjunto. Hágase la sencilla experiencia de ir a Roma y apoyar la mano sobre el corazón del rey, y se comprenderá la génesis del mar. Menos difícil aún es acercarle una vela encendida a la altura de los ojos; entonces se verá que eso no es una cara y que la luna, enceguecida de simultaneidad, corre por un fondo de ruedecillas y cojinetes transparentes, decapitada en el recuerdo de las hagiografías. No yerta aquel que ve en esta petrificación tempestuosa un combate de leopardos. Pero también hay lentas dagas de marfil, pajes que se consumen de tedio en largas galerías, y un diálogo sinuoso entre la lepra y las alabardas. El reino del hombre es una página de historial, pero él no lo sabe y juega displicente con guantes y cervatillos. Este hombre que te mira vuelve del infierno; aléjate del cuadro y lo verás sonreír poco a poco, porque está hueco, está relleno de aire, atrás lo sostienen unas manos secas, como una figura de barajas cuando se empieza a levantar el castillo y todo tiembla. Y su moraleja es así: «No hay tercera dimensión, la tierra es Plana, el hombre repta. ¡Aleluya! ». Quizá sea el diablo quien dice estas cosas, y quizá tú las crees porque te las dice un rey.

segunda-feira, 28 de janeiro de 2008

Os inúteros



Lembro que um dia estava na empresa de um amigo (Libras Design), lé estava eu, sem nada pra fazer, quando me deparei com um jornalzinho non sense e deveras engraçado — sou um tremendo fan de mad, apesar de achar que ela é terrivelmente cara e depois que me roubaram a minha coleção, desisti de comprar— eles me lembraram da Mad.
Até que um dia participei de uma competição esportiva muito popular entre as crianças, a bandeirinha ou pega bandeira, meu time se consagrou campeão, neste time estava uma das melhores pessoas que já conheci, o cartunista Rafa(o da imagem)...
De noite, convidei este cidadão maranhense para tomar cerveja, dai, fui apresentado a mais amigos, falei do jornaleco, e descobri que estava bebendo com os caras que produzem o jornalzinho que tinha me feito rir pra burro na ida para Santa Izabel town. Os três dias de convívio foram bons dias, com direito a ressacas pela manhã.
Pois bem, não sei a data de nascimento dos inúteros, mas seus jornais são de agradável humor negro, recheado de tiradas que fazem bento XVI desejar excomungá-los, desagradável à patricinhas, meninos fortes de idéias fracas , a expectadores de novela mexicana reprisada e seguidores do homem do Rá.
A todos interessados a conhecer mais desses caras, visitem o blog inúteros, que vem cheio de personagens engraçadas como o "procrastinator", tira do realidade ridícula e uma imagem muito boa de uma tal de josefa feridinha. convido aos meus leitores a conhecerem o mundo doido destes caras, pra quem pensava que não havia vida débil-mental no maranhão, vide o link!!!

quinta-feira, 24 de janeiro de 2008

Sua majestade, o Bebê





Dedico a minha postagem de hoje ao mais novo neozelandês do mundo, seu nome é Ben, tenho sorte de ter sua mãe como amiga o que me torna quase tio do pimpolho. Como é bom ver crianças, faz a gente ter esperança de um mundo melhor, elas nos passam tanto exemplo (até os cinco anos, claro)!!! Tenho certo que esse capricorniano vai dar muito orgulho pra quem o rodeia e gosta dele também.
Notem a despreocupação do nenen, até algum tempo, a vida dele vai ser mamar e dormir, vou ter que ralar muito pra voltar a ter uma vida igual...
Pois é, que ele seja abençoado sempre e nós também, né leitor, afinal já fomos criança um dia e é bom guardar um pouquinho da nossa infância com a gente, se não viramos pedra!!
vou colocar uma musiquinha para Ben...



A letra Lennon fez para seu filho Sean, mas vale que qualquer pessoa a cante pra qualquer criança, por falar em crianças, devemos olhar mais pelas nossas!! Ben, todo o sucesso do mundo gury!! God blessed ya boy!!!!

quarta-feira, 23 de janeiro de 2008

Mais videozinhos


Olá pessoas, meu ego realmente imagina que alguem lê esse trem, enfim, na esperança de que alguem realmente leia isso e veja também, vou colocar mais um video, aquela coisa: a tal da interatividade...
quero lembrar a todos que tenho certeza que é meio fodinha ler o conto do Cortazar por aqui, mas, creio eu, já ajuda. Esse conto eu não encontrava em lugar nenhum, cacei em muitos cantos, quando menos procurava achei...vai facilitar a vida dos fans de cortazar, pega, cola e põe no word, foi o que fiz, não dá mais que sete páginas...
Sim, já ia me esquecendo do vídeo, não vou por Buddy Holly (esse rapaz risonho da foto), até que não é má idéia, deixa pra próxima.

Essa é minha música favorita dos Beatles, rifes bem montados, um solo simples, mas perfeito, a vocalização, tudo nela funciona bem. A letra não é tão profunda mas é bonitinha, enfim, apresento Dig a Ponny, Ladies and gentlemen: the beatles!!!



Antes de qualquer coisa, quero me desculpar pela presença ou não presença de vírgulas onde deveriam (ou não) estar, notei o problema, com o tempo farei tais reparos.

Por hoje, colocarei um conto do Cortazar, Las Babas del Diablo, este conto inspirou o filme Blow Up, de Antonioni. Deixarei o conto falar por si mesmo, espero ver comentários sobre o conto, assim que lê-lo, com os olhos da hermêneutica, também o comentarei!

Las babas del diablo
Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda,usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que noservirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos meduele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran lasnubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros susrostros. Qué diablos.Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquinasiguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es unmodo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contares también una máquina (de otra especie, una Contax 1. 1.2) y a lo mejorpuede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella-la mujerrubia-y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy,esta Remington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire dedoblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven.Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si esque todo esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoymenos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedopensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un bordegris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se tratade engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de algunamanera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la delcomienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quierecontar algo).De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara apreguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamentepor qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me pareceque un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, enseguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilohasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; reciénentonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yosepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores ycontar, porque al fin y al cabo nadie se averguenza de respirar o de ponerselos zapatos; son cosas, que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentrodel zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrioroto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de laoficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo,siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalerade esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno bajacinco pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembreen París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacarfotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil vaa ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va aser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente estácontando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y aveces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente miverdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganasde salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere.Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que loescribo. Si me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes yempieza alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendocontinuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso...Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente laoración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada; mejor contar,quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado asus horas, salió del número 11 de la rue Monsieur LePrince el domingo7 de noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con losbordes plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francésdel tratado sobre recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesoren la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, y muchomenos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando lasviejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señorascomentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimosaños. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento y amigo de losgatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Senay sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte-Chapelle. Eranapenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejorposible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla Saint&endash;Louisy me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun, merecité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la cabezacuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme de otropoeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y elsol se puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio, peroen realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblementefeliz en la mañana del domingo.Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacarfotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, puesexige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se tratade estar acechando la mentira como cualquier reporter, y atrapar la estúpidasilueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero detodas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estaratento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en unavieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve conun pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siemprecomo una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que lacámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero nodesconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar eltono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/25O. Ahoramismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado enel pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que seme ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome iren el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya nosoplaba viento.Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla,donde la íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todoel pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que unapareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo queestoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé envolver yatar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé losguantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí uncigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en que acercaba el fósforoal tabaco vi por primera vez al muchachito.Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con sumadre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con sumadre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejascuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de lasplazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme porqué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre,metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después laotra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todopor qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedosofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía comosi su cuerpo es tuviera al borde de la huida, con teniéndose en un último ylastimoso decoro.Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros-y estábamos solos contra elparapeto, en la punta de la isla-, que al principio el miedo del chico no medejó ver bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en eseprimer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veletade cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando comprendí vagamente loque podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena quedarse ymirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sémirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo quenos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tantoque oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente , no hay que dejarlo quedeclame a gusto). De todas maneras, si de antemano se prevé la probablefalsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar ylo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo esto esmás bien difícil.Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto seentenderá después), mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdomucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabrasinjustas para decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casilargo, casi hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora soplaba apenas, yno hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su carablanca y sombría-dos palabras injustas-y dejaba al mundo de pie yhorriblemente solo delante de sus ojos negros, sus ojos que caían sobre lascosas como dos águilas, dos saltos al vacío, dos ráfagas de fango verde. Nodescribo nada, trato más bien de entender. Y he dicho dos ráfagas de fangoverde.Seamos justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantesamarillos que yo hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante dederecho o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantessaliendo del bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas unperfil nada tonto- pájaro azorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche-yuna espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se ha peleado un parde veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de losquince, se le adivinaba vestido y alimentado por sus padres, pero sin uncentavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas antes dedecidirse por un café, un coñac, un atado de cigarrillos. Andaría por lascalles pensando en las condiscípulas, en lo bueno que sería ir al cine y verla última película, o comprar novelas o corbatas o botellas de licor conetiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa sería respetable, seríaalmuerzo a las doce y paisajes románticos en las paredes, con un oscurorecibimiento y un paragüero de caoba al lado de la puerta) llovería despacioel tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá, deescribir a la tía de Avignon. Por eso tanta calle, todo el río para él (perosin un centavo) y la ciudad misteriosa de los quince años, con sus signos enlas puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas a treintafrancos, la revista pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacíoen los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosaincomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidadparecida al viento y a las calles.Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veíaahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguíahablándole. (Me cansa insistir, pero acaban de pasar dos largas nubesdesflecadas. Pienso que aquella mañana no miré ni una sola vez el cielo,porque tan pronto presentí lo que pasaba con el chico y la mujer no pude másque mirarlos y esperar, mirarlos y...). Resumiendo, el chico estaba inquietoy se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocosminutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la puntade la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba esoporque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lovio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando eldiálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerlemiedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado yhosco, fingiendo la veteranía y el placer de la aventura. El resto era fácilporque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podidomedir las etapas del juego, la esgrima irrisoria; su mayor encanto no era supresente, sino la previsión del desenlace. El muchacho acabaría porpretextar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando yconfundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la miradaburlona que lo seguiría hasta el final. o bien se quedaría, fascinado osimplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría aacariciarle la cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lotomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizáempezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle elbrazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún noocurría, y perversamente Michel esperaba, sentado en el pretil, aprontandocasi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto pintoresca en un rincónde la isla con una pareja nada común hablando y mirándose.Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmentejóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y quemi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubieragustado saber qué pensaba el hombre del sombrero gris sentado al volante delauto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y que leía el diario odormía. Acababa de descubrirlo porque la gente dentro de un auto detenidocasi desaparece , se pierde en esa mísera jaula privada de la belleza que ledan el movimiento y el peligro. Y sin embargo el auto había estado ahí todoel tiempo, formando parte (o deformando esa parte) de la isla. Un auto: comodecir un farol de alumbrado, un banco de plaza. Nunca el viento, la luz delsol, esas materias siempre nuevas para la piel y los ojos, y también elchico y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la isla, para mostrármelade otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre del diarioestuviera atento a lo que pasaba y sintiera como yo ese regusto maligno detoda expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner almuchachito entre ella y el parapeto, los veía casi de perfil y él era másalto, pero no mucho más alto, y sin embargo ella lo sobraba, parecía comocernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolocon sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperarmás? Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara elhorrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espaciodemasiado gris...Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedéal acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresiónque todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagenrígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptiblefracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tareade maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus últimosrestos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finalesposibles (ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo),preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente, que ella saturaríade almohadones y de gatos) y sospeché el azoramiento del chico y su decisióndesesperada de disimularlo y de dejarse llevar fingiendo que nada le eranuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, losbesos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderíandesnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un edredón lila, yobligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijobajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, peroquizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara, nola dejaran pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las cariciasexasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en unplacer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con elarte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así,podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y ala vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo imaginabacomo un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de excitarse paraalgún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gustamás que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos nosiempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá lasclaves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, yahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a larumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor (con el árbol,el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para comprender quelos dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendidoy como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo ysu cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagenquímica.Lo podría contar con mucho detalle, pero no vale la pena. La mujer habló deque nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que leentregara el rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara, de buenacento de París, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por miparte se me importaba muy poco darle o no el rollo de película, perocualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por lasbuenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que lafotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos, sino quecuenta con el más decidido favor oficial y privado. Y mientras se lo decíagozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedandoatrás-con sólo no moverse-y de golpe (parecía casi increíble) se volvía yechaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a lacarrera, pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen enel aire de la mañana.Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Micheltuvo que aguantar minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido eimbécil, mientras se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, consimples movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba acansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hombre del sombrero grisestaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en lacomedia.Empezó a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que habíapretendido leer. De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba laboca, le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque laboca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como unacosa independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo,payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada y seca, los ojosmetidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles, más negrosque las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba cautelosamente, como siel pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de charol, de suela tandelgada que debía acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me habíabajado del pretil, no sé bien por qué decidí no darles la foto, negarme aesa exigencia en la que adivinaba miedo y cobardía. El payaso y la mujer seconsultaban en silencio: hacíamos un perfecto triángulo insoportable, algoque tenía que romperse con un chasquido. Me les reí en la cara y eché aandar, supongo que un poco más despacio que el chico. A la altura de lasprimeras casas, del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. Nose movían, pero el hombre había dejado caer el diario; me pareció que lamujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con elclásico y absurdo gesto del acosado que busca la salida.Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quintopiso. Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos deldomingo; sus tomas de la Conserjería y de la Sainte&endash;Chapelle eran loque debían ser. Encontró dos o tres enfoques de prueba ya olvidados, unamala tentativa de atrapar un gato asombrosamente encaramado en el techo deun mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y eladolescente. El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; laampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande, casi como unafiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que sólolas fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, lainstantánea en la punta de la isla era la única que le interesaba; fijó laampliación en una pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándolay acordándose, en esa operación comparativa y melancólica del recuerdofrente a la perdida realidad; recuerdo petrificado, como toda foto, dondenada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de laescena. Estaba la mujer, estaba el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas,el cielo tan fijo como las piedras del parapeto, nubes y piedras confundidasen una sola materia inseparable (ahora pasa una con bordes afilados, correcomo en una cabeza de tormenta). Los dos primeros días acepté lo que habíahecho, desde la foto en sí hasta la ampliación en la pared, y no me preguntésiquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado de JoséNorberto Allende para reencontrar la cara de la mujer, las manchas oscurasen el pretil. La primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había ocurridopensar que cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten exactamente.la posición y la visión del objetivo; son esas cosas que se dan porsentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con lamáquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, yentonces se me ocurrió que me había instalado exactamente. en el punto demira del objetivo. Estaba muy bien así; sin duda era la manera más perfectade apreciar una foto, aunque la visión en diagonal pudiera tener susencantos y aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo cuandono encontraba la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allendedecía en tan buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces meatraía la mujer, a veces el chico, a veces el pavimento donde una hoja secase había situado admirablemente para valorizar un sector lateral. Entoncesdescansaba un rato de mi trabajo, y me incluía otra vez con gusto en aquellamañana que empapaba la foto, recordaba irónicamente la imagen colérica de lamujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, laentrada en escena del hombre de la cara blanca. En el fondo estabasatisfecho de mí mismo; mi partida no había sido demasiado brillante, puessi a los franceses les ha sido dado el don de la pronta respuesta, no veíabien por qué había optado por irme sin una acabada demostración deprivilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo importante, loverdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a tiempo(esto en caso de que mis teorías fueran exactas, lo que no estabasuficientemente probado, pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puroentrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo paraalgo útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre.Mejor era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban enla isla; Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por lafuerza. En el fondo, aquella foto había sido una buena acción.No por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En esemomento no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en lapared; quizá ocurra así con todos los actos fatales, y sea ésa la condiciónde su cumplimiento. Creo que el temblor casi furtivo de las hojas del árbolno me alarmó, que seguí una frase empezada y la terminé redonda. Lascostumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una ampliación deochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde enla punta de una isla una mujer habla con un chico y un árbol agita unashojas secas sobre sus cabezas.Pero las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde cléréside dans la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés-y vi lamano de la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí noquedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquinade escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla.El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden másy esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del sobretodo,parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a lacatástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría otra vezpara posarse en su mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola sin prisa.El chico estaba menos azorado que receloso, una o dos veces atisbó por sobreel hombro de la mujer y ella seguía hablando, explicando algo que lo hacíamirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy bien que estaba elauto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado en lafotografía pero reflejándose en los ojos del chico y (cómo dudarlo ahora) enlas palabras de la mujer, en las manos de la mujer, en la presencia vicariade la mujer. Cuando vi venir al hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos,las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y exigente, patrón queva a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si esoera comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, loque hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yohabía llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que nohabía pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo queentonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujerque no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba parasu placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y sugracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante, seguro ya dela obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, atraerle los prisioneros maniatados con flores. El resto sería tan simple, elauto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimasdemasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, estavez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía,ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba asuceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tanlejos unos de otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimasvertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía,ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a sufuturo; y yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitaciónen un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer y ese hombre y eseniño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz deintervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidirfrente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payasoenharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta conteníadinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplementefacilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casihumilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todoiba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencioque no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se tendía, searmaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundosupe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, elárbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha delpretil salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí comosorprendida, iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que lacámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse alhombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de losojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y enese instante alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba deun solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto yfui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo, otra vezen foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volarsobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segundavez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a suparaíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad deavanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro yalgo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frenteestaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una lengua negra,y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instanteaún en perfecto foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, elárbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí allorar como un idiota.Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempoincontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largashoras de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado conalfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos ysecármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que entrabapor la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Yluego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube,y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve lloversobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara,quizá sale el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y laspalomas, a veces, y uno que otro gorrión.
Agradezco a Hugo Tovar por facilitarme este cuenLas babas del diablo
Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda,usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que noservirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos meduele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran lasnubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros susrostros. Qué diablos.Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquinasiguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es unmodo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contares también una máquina (de otra especie, una Contax 1. 1.2) y a lo mejorpuede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella-la mujerrubia-y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy,esta Remington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire dedoblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven.Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si esque todo esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoymenos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedopensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un bordegris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se tratade engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de algunamanera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la delcomienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quierecontar algo).De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara apreguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamentepor qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me pareceque un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, enseguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilohasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; reciénentonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yosepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores ycontar, porque al fin y al cabo nadie se averguenza de respirar o de ponerselos zapatos; son cosas, que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentrodel zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrioroto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de laoficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo,siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalerade esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno bajacinco pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembreen París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacarfotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil vaa ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va aser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente estácontando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y aveces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente miverdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganasde salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere.Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que loescribo. Si me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes yempieza alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendocontinuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso...Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente laoración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada; mejor contar,quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado asus horas, salió del número 11 de la rue Monsieur LePrince el domingo7 de noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con losbordes plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francésdel tratado sobre recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesoren la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, y muchomenos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando lasviejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señorascomentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimosaños. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento y amigo de losgatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Senay sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte-Chapelle. Eranapenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejorposible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla Saint&endash;Louisy me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun, merecité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la cabezacuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme de otropoeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y elsol se puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio, peroen realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblementefeliz en la mañana del domingo.Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacarfotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, puesexige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se tratade estar acechando la mentira como cualquier reporter, y atrapar la estúpidasilueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero detodas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estaratento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en unavieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve conun pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siemprecomo una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que lacámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero nodesconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar eltono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/25O. Ahoramismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado enel pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que seme ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome iren el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya nosoplaba viento.Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla,donde la íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todoel pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que unapareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo queestoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé envolver yatar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé losguantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí uncigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en que acercaba el fósforoal tabaco vi por primera vez al muchachito.Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con sumadre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con sumadre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejascuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de lasplazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme porqué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre,metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después laotra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todopor qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedosofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía comosi su cuerpo es tuviera al borde de la huida, con teniéndose en un último ylastimoso decoro.Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros-y estábamos solos contra elparapeto, en la punta de la isla-, que al principio el miedo del chico no medejó ver bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en eseprimer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veletade cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando comprendí vagamente loque podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena quedarse ymirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sémirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo quenos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tantoque oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente , no hay que dejarlo quedeclame a gusto). De todas maneras, si de antemano se prevé la probablefalsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar ylo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo esto esmás bien difícil.Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto seentenderá después), mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdomucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabrasinjustas para decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casilargo, casi hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora soplaba apenas, yno hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su carablanca y sombría-dos palabras injustas-y dejaba al mundo de pie yhorriblemente solo delante de sus ojos negros, sus ojos que caían sobre lascosas como dos águilas, dos saltos al vacío, dos ráfagas de fango verde. Nodescribo nada, trato más bien de entender. Y he dicho dos ráfagas de fangoverde.Seamos justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantesamarillos que yo hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante dederecho o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantessaliendo del bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas unperfil nada tonto- pájaro azorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche-yuna espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se ha peleado un parde veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de losquince, se le adivinaba vestido y alimentado por sus padres, pero sin uncentavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas antes dedecidirse por un café, un coñac, un atado de cigarrillos. Andaría por lascalles pensando en las condiscípulas, en lo bueno que sería ir al cine y verla última película, o comprar novelas o corbatas o botellas de licor conetiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa sería respetable, seríaalmuerzo a las doce y paisajes románticos en las paredes, con un oscurorecibimiento y un paragüero de caoba al lado de la puerta) llovería despacioel tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá, deescribir a la tía de Avignon. Por eso tanta calle, todo el río para él (perosin un centavo) y la ciudad misteriosa de los quince años, con sus signos enlas puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas a treintafrancos, la revista pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacíoen los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosaincomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidadparecida al viento y a las calles.Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veíaahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguíahablándole. (Me cansa insistir, pero acaban de pasar dos largas nubesdesflecadas. Pienso que aquella mañana no miré ni una sola vez el cielo,porque tan pronto presentí lo que pasaba con el chico y la mujer no pude másque mirarlos y esperar, mirarlos y...). Resumiendo, el chico estaba inquietoy se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocosminutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la puntade la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba esoporque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lovio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando eldiálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerlemiedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado yhosco, fingiendo la veteranía y el placer de la aventura. El resto era fácilporque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podidomedir las etapas del juego, la esgrima irrisoria; su mayor encanto no era supresente, sino la previsión del desenlace. El muchacho acabaría porpretextar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando yconfundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la miradaburlona que lo seguiría hasta el final. o bien se quedaría, fascinado osimplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría aacariciarle la cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lotomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizáempezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle elbrazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún noocurría, y perversamente Michel esperaba, sentado en el pretil, aprontandocasi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto pintoresca en un rincónde la isla con una pareja nada común hablando y mirándose.Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmentejóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y quemi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubieragustado saber qué pensaba el hombre del sombrero gris sentado al volante delauto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y que leía el diario odormía. Acababa de descubrirlo porque la gente dentro de un auto detenidocasi desaparece , se pierde en esa mísera jaula privada de la belleza que ledan el movimiento y el peligro. Y sin embargo el auto había estado ahí todoel tiempo, formando parte (o deformando esa parte) de la isla. Un auto: comodecir un farol de alumbrado, un banco de plaza. Nunca el viento, la luz delsol, esas materias siempre nuevas para la piel y los ojos, y también elchico y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la isla, para mostrármelade otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre del diarioestuviera atento a lo que pasaba y sintiera como yo ese regusto maligno detoda expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner almuchachito entre ella y el parapeto, los veía casi de perfil y él era másalto, pero no mucho más alto, y sin embargo ella lo sobraba, parecía comocernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolocon sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperarmás? Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara elhorrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espaciodemasiado gris...Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedéal acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresiónque todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagenrígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptiblefracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tareade maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus últimosrestos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finalesposibles (ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo),preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente, que ella saturaríade almohadones y de gatos) y sospeché el azoramiento del chico y su decisióndesesperada de disimularlo y de dejarse llevar fingiendo que nada le eranuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, losbesos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderíandesnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un edredón lila, yobligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijobajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, peroquizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara, nola dejaran pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las cariciasexasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en unplacer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con elarte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así,podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y ala vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo imaginabacomo un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de excitarse paraalgún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gustamás que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos nosiempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá lasclaves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, yahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a larumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor (con el árbol,el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para comprender quelos dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendidoy como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo ysu cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagenquímica.Lo podría contar con mucho detalle, pero no vale la pena. La mujer habló deque nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que leentregara el rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara, de buenacento de París, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por miparte se me importaba muy poco darle o no el rollo de película, perocualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por lasbuenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que lafotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos, sino quecuenta con el más decidido favor oficial y privado. Y mientras se lo decíagozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedandoatrás-con sólo no moverse-y de golpe (parecía casi increíble) se volvía yechaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a lacarrera, pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen enel aire de la mañana.Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Micheltuvo que aguantar minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido eimbécil, mientras se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, consimples movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba acansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hombre del sombrero grisestaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en lacomedia.Empezó a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que habíapretendido leer. De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba laboca, le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque laboca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como unacosa independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo,payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada y seca, los ojosmetidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles, más negrosque las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba cautelosamente, como siel pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de charol, de suela tandelgada que debía acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me habíabajado del pretil, no sé bien por qué decidí no darles la foto, negarme aesa exigencia en la que adivinaba miedo y cobardía. El payaso y la mujer seconsultaban en silencio: hacíamos un perfecto triángulo insoportable, algoque tenía que romperse con un chasquido. Me les reí en la cara y eché aandar, supongo que un poco más despacio que el chico. A la altura de lasprimeras casas, del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. Nose movían, pero el hombre había dejado caer el diario; me pareció que lamujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con elclásico y absurdo gesto del acosado que busca la salida.Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quintopiso. Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos deldomingo; sus tomas de la Conserjería y de la Sainte&endash;Chapelle eran loque debían ser. Encontró dos o tres enfoques de prueba ya olvidados, unamala tentativa de atrapar un gato asombrosamente encaramado en el techo deun mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y eladolescente. El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; laampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande, casi como unafiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que sólolas fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, lainstantánea en la punta de la isla era la única que le interesaba; fijó laampliación en una pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándolay acordándose, en esa operación comparativa y melancólica del recuerdofrente a la perdida realidad; recuerdo petrificado, como toda foto, dondenada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de laescena. Estaba la mujer, estaba el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas,el cielo tan fijo como las piedras del parapeto, nubes y piedras confundidasen una sola materia inseparable (ahora pasa una con bordes afilados, correcomo en una cabeza de tormenta). Los dos primeros días acepté lo que habíahecho, desde la foto en sí hasta la ampliación en la pared, y no me preguntésiquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado de JoséNorberto Allende para reencontrar la cara de la mujer, las manchas oscurasen el pretil. La primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había ocurridopensar que cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten exactamente.la posición y la visión del objetivo; son esas cosas que se dan porsentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con lamáquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, yentonces se me ocurrió que me había instalado exactamente. en el punto demira del objetivo. Estaba muy bien así; sin duda era la manera más perfectade apreciar una foto, aunque la visión en diagonal pudiera tener susencantos y aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo cuandono encontraba la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allendedecía en tan buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces meatraía la mujer, a veces el chico, a veces el pavimento donde una hoja secase había situado admirablemente para valorizar un sector lateral. Entoncesdescansaba un rato de mi trabajo, y me incluía otra vez con gusto en aquellamañana que empapaba la foto, recordaba irónicamente la imagen colérica de lamujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, laentrada en escena del hombre de la cara blanca. En el fondo estabasatisfecho de mí mismo; mi partida no había sido demasiado brillante, puessi a los franceses les ha sido dado el don de la pronta respuesta, no veíabien por qué había optado por irme sin una acabada demostración deprivilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo importante, loverdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a tiempo(esto en caso de que mis teorías fueran exactas, lo que no estabasuficientemente probado, pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puroentrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo paraalgo útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre.Mejor era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban enla isla; Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por lafuerza. En el fondo, aquella foto había sido una buena acción.No por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En esemomento no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en lapared; quizá ocurra así con todos los actos fatales, y sea ésa la condiciónde su cumplimiento. Creo que el temblor casi furtivo de las hojas del árbolno me alarmó, que seguí una frase empezada y la terminé redonda. Lascostumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una ampliación deochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde enla punta de una isla una mujer habla con un chico y un árbol agita unashojas secas sobre sus cabezas.Pero las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde cléréside dans la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés-y vi lamano de la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí noquedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquinade escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla.El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden másy esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del sobretodo,parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a lacatástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría otra vezpara posarse en su mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola sin prisa.El chico estaba menos azorado que receloso, una o dos veces atisbó por sobreel hombro de la mujer y ella seguía hablando, explicando algo que lo hacíamirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy bien que estaba elauto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado en lafotografía pero reflejándose en los ojos del chico y (cómo dudarlo ahora) enlas palabras de la mujer, en las manos de la mujer, en la presencia vicariade la mujer. Cuando vi venir al hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos,las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y exigente, patrón queva a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si esoera comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, loque hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yohabía llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que nohabía pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo queentonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujerque no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba parasu placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y sugracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante, seguro ya dela obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, atraerle los prisioneros maniatados con flores. El resto sería tan simple, elauto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimasdemasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, estavez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía,ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba asuceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tanlejos unos de otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimasvertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía,ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a sufuturo; y yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitaciónen un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer y ese hombre y eseniño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz deintervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidirfrente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payasoenharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta conteníadinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplementefacilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casihumilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todoiba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencioque no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se tendía, searmaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundosupe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, elárbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha delpretil salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí comosorprendida, iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que lacámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse alhombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de losojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y enese instante alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba deun solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto yfui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo, otra vezen foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volarsobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segundavez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a suparaíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad deavanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro yalgo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frenteestaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una lengua negra,y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instanteaún en perfecto foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, elárbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí allorar como un idiota.Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempoincontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largashoras de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado conalfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos ysecármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que entrabapor la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Yluego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube,y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve lloversobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara,quizá sale el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y laspalomas, a veces, y uno que otro gorrión.
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terça-feira, 22 de janeiro de 2008

A crise imobiliária dos EUA!!!

O jornalismo factóide da grande Pindorama não para de falar na recessão americana, eu me pergunto, o que eu tenho a ver com toda essa porra? Leitor, leitor, já notou que, vira e mexe, vem uma catastrofe para foder com a plebe brasileira? Sou de uma geração que tomava yogurte uma vez por mês, por causa da crise inflacionária, frango todo dia era para poucos!!!
Nunca fui rico, minha vida não melhorou daqui pra'quele tempo, está a mesma bosta de sempre. Querem nos apavorar com qualquer flatulência econômica americana, só pra justificar que devemos continuar fudidos por mais um ano, mas é assim mesmo. Peço a todos, não vejam jornal, esqueçam as coisas da política macroeconômica, a gente vai continuar na pindaíba, a não ser que seja um bom jogador de futebol ou cantor de música ruim, você vai continuar na merda. Dedico essa postagem a todos meus colegas do curso de Letras, futuros heróis que ensinarão português para quem nem ler quer. E também, quanto mais pobre você for, menos chance de perder grana em um assalto você tem, não paga imposto, entra em algum programa de assistência do governo e começa a ter mais saúde, posto que andar faz bem, supondo que não teremos dinheiro pro ônibus!!! caso alguem queira me doar donativos mande $$$ para esta conta corrente agencia banco do brasil (3702-8) c/c 16262-8!!! qualquer quantia é válida, eu poderia estar roubando, matando, mas preferi pedir!!! assim que enviarem dinheiro , divulgue aos seus amigos, quando eu me tornar rico à custa da mendicância on line, eu prometo me lembrar de todos que contribuíram com minha riqueza, claro, estarei me lembrando em Bali.

Gostos e desgostos!!!!